Espace Perecito


Hasta el día de hoy, han pasado unos 20 años desde que empecé por primera vez a tocar música de manera profesional. Durante todos estos años he formado parte de varios grupos musicales, he acompañado diversos artistas, he estado de gira por diferentes países y he tocado en todo tipo de lugares : grandes salas de conciertos, pequeñas, teatros, bares, festivales, tablones, centros culturales, la calle, y en las más diversas condiciones. De las mejores, aquellas que son como un sueño, a las otras, más parecidas a una pesadilla.
Es en el momento en que estás arriba del escenario cuando mejor te sentís. Ahí te das cuenta que ese es tu lugar en el mundo. Los problemas desaparecen. Estás vos, tu instrumento, tus compañeros músicos y la música. La música que es capaz de hermanar a los bichos más raros y difíciles del mundo y lograr emocionar a otro grupo, aun mucho más heterogéneo, que oficia de público.
Pero claro, como en Cenicienta, las campanas siempre tocan a medianoche y la magia se va a la mierda. El espectáculo termina y hay que volver al mundo real. Y el mundo real que nos toca a los músicos no es muy atractivo.
Cuando decidí dedicarme de lleno a la música, hacer de esto mi profesión, mi manera de conseguir el pan de cada día, sabía muy bien que, económicamente hablando, viviría siempre al límite. Limitado para comprar, limitado para tomar vacaciones, limitado para pedir créditos, etcétera.
También podría decir que como músico, uno vive al límite de la sociedad. El músico es una especie de ser viviente entre el hombre y la bestia. Un ser apenas superior a un insecto. Pero éste tema tan interesante lo retomaré en un futuro y me explayaré más detalladamente.
Releyendo lo que escribí, me imagino que usted se preguntará: ¿por qué carajo te dedicaste a esto y no a otra cosa? Y no lo dude, mi apreciado lector, que yo me hago la misma pregunta todos los días.
Pero como usted sabrá, no es fácil tomar una decisión de tal envergadura. Decidir ser músico no es algo que se decide así como así en algunos minutos. Pasaron años y un montón de cosas antes de dar el paso hacia el abismo.
Obviamente no voy a aburrirlo detallando todos los sucesos acontecidos. Sólo voy a contar el punto de inflexión, la gota que derramó el vaso, el empujoncito final.
Transcurría el año 1993. Había ingresado en la Escuela de música popular de Avellaneda porque un amigo me había pedido acompañarlo. Ese establecimiento parecía un gigante devora ignotos de la música para aquellos que nos considerábamos amateurs en el tema y nos daba miedo. Así que aprovechando la excusa de hacerle pata para que no estuviera solo en tan dura tarea me inscribí con él, dí mis exámenes de ingreso y empecé a cursar materias. Mi intención era solamente ampliar mis conocimientos musicales, pero desde el principio me encontré tocando con otra gente y empezando a hacer mis primeros trabajos pagados, mal, pero pagados.
Dentro del ambiente músico escolar me sentía como pez en el agua, cosa que no me ocurría en la Facultad de Ciencias Económicas, donde hacia la carrera de Contador Público. Con mis compañeros de la escuela tocábamos, íbamos a conciertos, hacíamos fiestas, filosofábamos y discutíamos sobre música, aprendíamos, conocíamos y nos reconocíamos en la música popular y nos emborrachábamos de sonidos y alcohol.
Fue una época difícil para mi súper yo. Si alguien me preguntaba que era, no sabía a ciencia cierta qué contestar. ¿Estudiante de Economía, músico, nada? Lo peor era que no podía ni siquiera autocontestarme.
Un viernes a la noche estábamos en el Bar El Chino, en el barrio de Pompeya, disfrutando de la Peña.
El Bar El Chino era un lugar dónde durante la semana morfaban los trabajadores de la zona. Obreros de los talleres vecinos y camioneros que procedentes de todas partes del país llegaban a la fábrica de Coca Cola, que estaba a unos 300 metros, a traer o llevar mercaderías. El espacio no era muy grande. Había algunas mesas y sillas que, para la peña, se le sumaban unos tablones y unos bancos largos. Había un mostrador, sobre el cuál alguna vez vi bailar tango, y después en el fondo, la parrilla y la pieza donde vivía el Chino. Las paredes estaban llenas de afiches de diferentes épocas que promocionaban la peña y otros eventos, fotos, dibujos, cartas y todo tipo de recuerdos.
Los viernes por la noche funcionaba la peña. Ahí se reunían cantoras y cantores viejos junto a nuevos intérpretes. Los jóvenes alegres de poder compartir el rito con los veteranos y los viejos alegres al ver que continuaba viva la llama. Todos acompañados por el guitarrista oficial de la casa. Y a su vez, todos estos gozosamente escuchados por un público variopinto compuesto por vecinos, habitués de la peña, famosos del espectáculo, turistas y diversos curiosos, en un ambiente amigable y distendido.
Nosotros ya conocíamos el funcionamiento del lugar. Al Chino sabíamos que teníamos que pedirle del vino que tomaba él, porque si te daba del otro, el sábado siguiente podía ser fatal para tu cabeza y tu hígado. Y había que ir pagando a medida que ibas consumiendo, si no el que podía tener problemas digestivos era tu bolsillo frente a la cuenta japonesa que podía hacerte el Chino al final de la noche.
Una de las cuestiones por la que íbamos era para robarle yeites tangueros al guitarrista. Él nos pasaba cosas y cada vez que las hacía durante la tocada nos miraba de reojo. A veces hacía firuletes nuevos que no conocíamos y nos relojeaba riéndose de nuestras caras de asombro. También íbamos a escuchar a los viejos cantores los fraseos que hacían al cantar, las intenciones, las pausas, los silencios. Para nosotros ellos cantaban el tango auténticamente.
La noche fatal, cuando ocurrió la génesis de mi carrera de músico, estaba junto a Fernando "El Perro" Giardini. Ambos estábamos en la misma situación de no saber que hacer de nuestras vidas. Ambos habíamos chupado como degenerados. En un momento el guitarrista pide la palabra e invita a cantar a su hija, una morocha grandota que tenía 16 años, y juntos hacen, si mal no recuerdo, Chiquilín de Bachín con el estribillo a dos voces. Al terminar, el guitarrista, prácticamente en lágrimas, agradece al público la oportunidad otorgada de concretar el deseo de cantar junto a su hija. Todo el mundo aplaude a rabiar y acto seguido, para reventar corazones emotivos, El Chino canta "A los amigos", su caballito de batalla, un tango que habla, justamente, de la amistad, que dedica a todos los presentes y a todos se nos pone la piel de gallina.
A mi me sorprendió mucho el gordo llorando de emoción. Era un tipo grande, de canas en toda la cabeza, vestido humildemente, abrazado a una guitarrita que estaba más para servir de leña que de instrumento de acompañamiento y tocando toda la noche a cambio de pasar la gorra, el chupi y algo para llenar la barriga. Sin embargo era feliz.
La situación que estaba pasando, la fiesta que se producía en el bar, el vino, la música, todo caló fuerte y profundo en mi ser. Así que me acerco al Perro, lo agarro fuerte del hombro y le digo: ¿Ves Perro? A mí me importa un carajo todo, pero ¿sabés qué?, yo quiero llegar a la edad de ese tipo y ser feliz como él, así, solamente por poder hacer música con la gente que quiero. Todo el resto me lo paso por el quinto forro del orto. A partir de hoy dejo la facultad y me dedico a ser músico.
Una semana más tarde me cruzo al Perro en los pasillos de la escuela y de pasada me dice: Dany, después te cuento mejor, pero, pensé mucho en lo que me dijiste el viernes, así que tomé la decisión y dejé Ingeniería.
Así fue que cruzamos el umbral. Ahí empezamos otra historia que sabíamos que no iba a ser fácil, pero no estaba nada mal vivirla sabiendo quiénes éramos. Es inconmensurable la felicidad que tengo cada vez que se me cruza una planilla a completar. Nombre: Daniel Perez. Ocupación: Músico.
Durante ese año y los siguientes que cursé en la escuela de música, fui muchas veces a la peña del Chino. Con el tiempo descubrí que la escena del padre que invita a cantar a su hija y después lagrimea agradeciendo al público la hacían todos los viernes y que el vino, tomado en grandes cantidades, me pone emotivo y me hace abrir la boca de más.



Il y a maintenant environ 20 ans que j’ai commencé à jouer de la musique de manière professionnelle. Durant toutes ces années, j’ai fait partie de divers groupes de musique, accompagné divers artistes, fait des tournées dans différents pays et joué dans toute sorte de lieux : grandes salles de concerts, petites, théâtre, bars, festivals, planches, centres culturels, rue, et dans les conditions les plus variées. Depuis les meilleures, où l’on se sent comme dans un rêve, aux autres, qui ressemblent plus à un cauchemar.
C’est lorsque tu es sur scène que tu te sens le mieux. Là, tu te rends compte que c’est ton endroit dans le monde. Les problèmes disparaissent. Il y a toi, ton instrument, tes collègues musiciens et la musique. La musique qui est capable de fraterniser les bestioles les plus bizarres et difficiles au monde et d’arriver à émouvoir un autre groupe, encore plus hétérogène, qui fait office de public.
Mais bien entendu, comme dans Cendrillon, les cloches sonnent toujours à minuit et la magie se casse la gueule. Le spectacle se termine et il faut retourner dans le monde réel. Et le monde réel auquel nous avons droit, nous les musiciens, n’est pas très attirant.

Lorsque j’ai décidé de me dédier pleinement à la musique, d’en faire ma profession, ma manière de gagner le pain de chaque jour, je savais très bien que, économiquement parlant, je vivrais toujours à la limite. Limité pour acheter, limité pour prendre des vacances, limité pour demander des crédits, et cetera.
Je pourrais également dire qu’en tant que musicien, on vit à la limite de la société. Le musicien est une espèce d’être vivant entre l’homme et la bête. Un être à peine supérieur à un insecte. Mais je reviendrai sur ce thème si intéressant dans quelque temps et je m’y étendrai plus en détail.
En relisant ce que j’ai écrit, j’imagine que vous vous demanderez : Mais pourquoi tu t’es consacré à ça et pas à autre chose ? N’ayez aucun doute là-dessus, cher lecteur, je me pose chaque jour cette même question.

Mais comme vous devez le savoir, il n’est pas facile de prendre une décision de telle envergure. Devenir musicien, ce n’est pas quelque chose qui se décide comme ça, en quelques minutes. Des années et un tas de choses se sont passées avant de faire le pas vers l’abîme.
Je ne vais évidemment pas vous ennuyer en vous détaillant tous les évènements survenus. Je vais seulement vous raconter quel fut le point d’inflexion, la goutte qui a fait déborder le vase, le petit coup de pouce final.

Cela se passait en 1993. J’étais rentré à l’École de musique populaire d’Avellaneda parce qu’un ami m’avait demandé de l’accompagner. Cet établissement paraissait un géant dévorateur d’ignorants de la musique pour nous qui nous considérions comme des amateurs, et il nous faisait peur. Ainsi, profitant de l’excuse de l’accompagner pour qu’il ne soit pas seul pour effectuer cette tâche si difficile, je me suis inscrit avec lui, j’ai passé les examens d’entrée et j’ai commencé à suivre les cours des différentes matières. Mon intention était seulement d’élargir mes connaissances musicales, mais dès le début, je me suis retrouvé à jouer avec d’autres et à commencer à avoir mes premiers travaux rémunérés. Mal, mais rémunérés.

Dans le milieu musical de l’école, je me sentais comme un poisson dans l’eau, chose qui ne m’arrivait pas à la Faculté de Sciences Économiques où je suivais le cursus d’expert-comptable. Avec mes camarades de l’école, nous jouions, nous allions à des concerts, nous faisions la fête, nous philosophions et discutions de musique, nous apprenions, connaissions et nous reconnaissions dans la musique populaire et nous nous enivrions de sons et d’alcool.
Ce fut une époque difficile pour mon surmoi. Si quelqu’un me demandait ce que j’étais, je ne savais pas avec certitude quoi répondre. Étudiant en Économie, musicien, rien ? Ce qui était encore pire, c’est que je ne savais même pas m’autorépondre.
Un vendredi soir, nous étions au Bar El Chino, dans le quartier de Pompeya, profitant de la Peña.
Le Bar El Chino était un endroit où, en semaine, les travailleurs du coin venaient becter. Des ouvriers des ateliers voisins et des routiers venus de tout le pays qui arrivaient à l’usine de Coca Cola, à quelque 300 mètres de là, pour apporter ou emporter de la marchandise. L’endroit n’était pas très grand. Il y avait quelques tables et chaises auxquelles, pour la peña, on ajoutait des planches et de longs bancs. Il y avait un comptoir sur lequel j’ai quelquefois vu danser du tango, et dans le fond, le barbecue et la chambre dans laquelle habitait « El Chino ». Les murs étaient couverts d’affiches de différentes époques qui faisaient la promotion de la peña et d’autres évènements, de photos, de dessins, de lettres et de tout type de souvenirs.
La peña avait lieu le vendredi soir. Là, se réunissaient chanteuses et chanteurs âgés et de nouveaux interprètes. Les jeunes étaient heureux de pouvoir partager le rite avec les vétérans, et les vieux heureux de voir que la flamme brûlait toujours. Tous étaient accompagnés par le guitariste officiel de la maison. Et en même temps, tous étaient écoutés avec régal par un public bigarré composé de voisins, d’habitués de la peña, de célébrités du monde du spectacle, de touristes et de divers curieux, dans une ambiance chaleureuse et détendue.
Nous connaissions déjà le fonctionnement du lieu. Nous savions qu’il fallait demander au Chino le vin qu’il buvait, lui, car s’il te donnait de l’autre, le samedi suivant pouvait être fatal pour la tête et le foie. Et il fallait payer au fur et à mesure que tu consommais, sinon celui qui pourrait avoir des problèmes digestifs était ton portefeuille, face à la note japonaise que pouvait t’apporter El Chino à la fin de la soirée.

Une des raisons pour lesquelles nous y allions était de piquer des plans tangueros au guitariste. Il nous passait les trucs, et chaque fois qu’il les reproduisait en jouant, il nous regardait du coin de l’oeil. Parfois, il faisait de nouvelles fioritures que nous ne connaissions pas et nous lorgnait, s’amusant de nos mines pantoises. Nous y allions également pour écouter les phrasés des vieux chanteurs, les intentions, les pauses, les silences. Pour nous, ils chantaient le tango de manière authentique.

La nuit fatale, à laquelle remonte la genèse de ma carrière de musicien, j’étais avec Fernando « El Perro » Giardini. Nous étions tous deux dans la même situation, à ne savoir que faire de nos vies. Nous avions tous deux bu comme des dégénérés. À un moment donné, le guitariste a pris la parole et invité sa fille, une grande brune de 16 ans, à chanter et ils ont joué ensemble, si je me souviens bien, Chiquilín de Bachín avec le refrain à deux voix. À la fin, le guitariste, au bord des larmes, a remercié le public de lui avoir donné l’occasion de concrétiser son désir de chanter avec sa fille. Tout le monde applaudit fougueusement et ensuite, pour achever les coeurs émus, El Chino a chanté « A los amigos », son cheval de bataille, tango qui parle justement de l’amitié et qu’il a dédié à toutes les personnes présentes. Nous eûmes tous la chair de poule.
J’ai été très surpris par le gros gars pleurant d ‘émotion. C’était un type âgé, avec plein de cheveux blancs, humblement vêtu, serrant dans ses bras une guitare qui pouvait plus servir de bois à brûler que d’instrument d’accompagnement, et qui jouait toute la nuit en échange d’un chapeau tournant dans le public, de breuvage et de quelque chose à se mettre sous la dent. Il était cependant heureux.
La situation du moment, la fête qui avait lieu dans ce bar, le vin, la musique, tout cela toucha fortement et profondément mon être. Alors je me suis approché du Perro, je l’ai attrapé fortement par l’épaule et lui ai dit : Tu vois, Perro ? Moi, je me fous de tout, mais tu sais quoi ? Je veux arriver à l’âge de ce type et être heureux comme lui, comme ça, seulement pour pouvoir faire de la musique avec ceux que j’aime. Tout le reste, j’en ai vraiment rien à taper. À partir d’aujourd’hui, je laisse tomber la fac et je me consacre à la musique.
Une semaine plus tard, j’ai croisé le Perro dans les couloirs de l’école et en passant il m’a dit : Dany, je te raconterai ça mieux plus tard, mais j’ai beaucoup réfléchi à ce que tu m’as dit vendredi, alors j’ai décidé d’arrêter mes études d’ingénieur.

C’est ainsi qu’on a passé le pont. Nous avons alors commencé une autre histoire, qui, nous le savions, n’allait pas être facile, mais qui ne serait pas mauvaise à vivre sachant qui nous étions. Le bonheur que j’ai chaque fois que je dois remplir un formulaire est incommensurable. Nom : Daniel Perez. Profession : Musicien.
Cette année-là, et les suivantes que j’ai passées à l’école de musique, je suis souvent allé à la peña du Chino. Avec le temps, j’ai découvert que la scène du père qui invite sa fille à chanter et qui larmoie ensuite en remerciant le public se reproduisait tous les vendredis et que le vin, bu en grandes quantités, me rendait émotif et trop bavard.

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